No quiero los filosóficos harapos
de un Diógenes o de un cínico
griego. Han sido grandes cerebros.
Su grano de oro de arena logró
que muchos hombres vieran
en la pompa y en el lujo
el desdén por la moral y la ética.
¡Quiero morir de traje y almidonado!
Tampoco quiero abrigar mis huesos
con los trapos de bronce oxidado
de un hombre vulgar, al arte ajeno.
Que los museos se engalanen
en mostrar retazos de atuendo
de esos hacedores del pensamiento.
Que los hombres de ahora luzcan…
¡Quiero morir de traje y almidonado!
Luzcan en calles, reuniones y fiestas
sus jirones de tela ordinaria.
Al vestir con exquisitez no desprecio
a pobre ni a rico, a joven ni anciano.
Ni me alejo del arte, saber y refinamiento.
¡Cómo si la imagen vulgar fuera
sinónimo de ser superior! No los quiero
¡Quiero morir de traje y almidonado!
No es vanidad. Es por arrancarle
una cuota de fatalidad a la muerte
fea, obscura, tétrica. Por eso
¡Quiero morir de traje y almidonado!
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